No se puede luchar contra algo en lo que no se cree. Por mucho que te empeñes.
Cuando tu madre llega a casa echando pestes por la boca de la vida y se te cansan los domingos que te tienen encajada entre sentimientos. Y te pones a llorar. Siempre. Pero en silencio. Porque trece años son muy pocos para aguantar todo eso. Que las lágrimas y los silencios a veces duelen mucho más que los gritos. Y sacar fuerzas todas las mañanas montándote en zapatillas heredadas, soñando con los tacones de tu madre, rebañando su sonrisa por las esquinas.
No quieres llorar pero no puedes gritar tampoco, ni decirle a tu madre lo que sientes, ni abrazarla para que el dolor remita, o se esconda, o que haga lo que le de la gana pero que os deje en paz.
No se puede luchar contra lo que no crees.
Si no crees en la suerte, ni en Dios, ni en la bondad, pero tampoco en la maldad, ni en las sonrisas, ni en las miradas furtivas…. No puedes luchar contra ello para hacerte débil, humana, para poder sentir de una vez. Que es lo que ella pretendía llegar a ser, a sus 35 años, llena de borracheras y polvos que no son más que eso. Sin esas palabras que le traspasen la ropa, seguirá sintiéndose incolora y sin sabor.
Tampoco puedes luchar contra lo que no has tenido porque no sabes lo que es.
Cuando alguien te abrace, te acaricie el pelo y diga que las cosas se solucionarán aunque sea mentira, y gorda, entonces, podrás empezar a luchar contra tus mundos interiores. Esos que la gente mira con desconfianza cada mañana en el metro.
Y en ese mismo momento, cuando lo consigas, le tatuarás en la espalda con tus manos una frase que se te quedó grabada hace años:
“Que si quieres, puedo intentar volar,
para llegarte rota y que me pegues los trocitos a mordiscos”.
Para que le traspase la piel.