Me has enseñado que tengo derecho
a enfadarme una vez por semana.
O dos si son pequeñas.
A decir lo que pienso
lo que siento
sin miedo a cómo ni por qué.
A saber que nadie es mejor que nadie
pero que todos, siempre, podemos mejorar.
A descubrir que no sólo me pasa a mí.
Hay cosas normales,
también aberraciones
que aunque no me lo crea
se han podido superar.
Que no tener las cosas claras no es malo,
habrá tiempo para todo,
y comprender que los trabajos, los amigos
vienen y se van,
que es tan normal
como que tus dedos reposen en mi pelo.
Me enseñaste la mirada,
la sonrisa
me la dibujaste en el espejo
obligándome a observarla
para que no se pierda.
La forma, el trato.
Las caricias. Besos.
A ser yo entera y orgullosa
y verme desde fuera.
He podido volar en sueños, subir rampas,
bajar escalones, tomar decisiones,
escribir y leer
escuchar y mirar...
recordarte cuando no estás.
Ver.
Que esto es cosa de dos,
para todo, y
saber que me puedo apoyar en ti
siempre que quiera.
Que te puedo morder las manos
cuando se me acabe el fuelle
y el invierno se me eche encima
pero siempre
y sólamente
para coger impulso.