Me estallan en la cara
las luces de esta ciudad.
De este Madrid que me resulta
tan extraño como frío
tan distante como arisco.
Todas las noches de invierno
día tras día
cuando el sol se apaga
salgo corriendo de mis pasos
(que mis huecos no me persigan,
por favor)
no quiero tener que arrepentirme
una vez más y a posteriori
de las sanguijuelas que escupe mi boca.
Día tras día y
noche tras noche,
recorro baldosas a la carrera,
hablo deprisa,
como sin ganas,
bebo hasta que un diablo azul
me recorre las entrañas.
Sólo cuando anochece
aparece la cara de la luna
que dice envidia tu energía
quiere hacerla suya
perdiendo su credibilidad
cuando al alzar la vista la veo
meciéndose feliz en el cielo.
Y mientras ella vela
por transeúntes de calles desiertas,
esas luces se meten en mi sien
estallando de una en una,
impasibles, sin descanso,
haciéndome desear ser luna.
Mientras tanto, procuro
guardarme una sonrisa
mezclada con zumo de tomate
sal, pimienta y valentía
en el fondo del abrigo.
Lo que nunca aprendo
es que siempre se me acaban
y también olvido
la de repuesto en casa.
A cambio, me salen las ganas y los besos
del tiempo que te robo cada día
mientras me arrepiento del que pierdo
en chorradas y lamentos.
Recorro a zancadas
las luces de Madrid,
día tras día,
noche tras noche,
guardando un pétalo de rosa
para ponerme en la solapa
donde enganchar tus manos
y una sonrisa gastada
para que no se me olvide que mañana
recorreré luces y baldosas
amarillas, rojas, azules,
o del color que tu quieras pintarlas
de acuerdo a mis caprichos
con un abrigo nuevo
y las mismas zancadas.