No puedo dejar de sentir cómo el corazón se me sale por la boca. La sangre bombea en mis venas, retumba en mi cabeza, con mucha más potencia de la necesaria y debida.
¿Impotencia?
- “No me lo creo…” - me dijo mirando al techo, tumbado en la cama como el soldado al que acaban de herir en plena batalla sin previo aviso.
Cuando me mira con esa cara entre decepción y una culpabilidad que no debería sentir.
- “Hay días en los que es mejor no hablar, y habrá otros en los que gritar será la única opción” – y mientras pronunciaba sus palabras más estudiadas, no cambió ni un ápice su postura, un brazo por en encima de la cabeza, el otro reposando en su pierna desnuda.
Es muy difícil hablar de manera normal, con un tono pausado, respiración lineal, lo típico. No sé ni siquiera si muchas veces somos capaces de unir las flechas que van desde la cabeza a la boca para salir en forma de sonido, tengan o no sentido.
- "Tú no gritas nunca, y quizás deberías”- dije yo a modo de defensa ridícula e infantil que no me llevaba a ningún sitio más que al descrédito de pasar la bola.
Entonces es cuando me lo exijo. Y me salen los fantasmas para tratar de arreglarlo. Sólo algunos. Te los echo injustamente y después me duermo.
- "Pero no te estoy mintiendo, eso te lo aseguro" – eso él nunca me lo perdonaría. Yo tampoco me lo perdonaría.
Y así, llegamos al punto de inflexión. Donde volvemos a empezar, donde los abrazos vuelven a ser los primeros, donde se confía sin mirar. Siempre se puede volver al punto de inflexión. Sólo hay que saber cómo mirar, aunque las miradas aún estén por crecer.