Hoy Lucas no se ha levantado dando un salto mortal como pensaba que solía hacer.
Se ha cagado en Hombres G. Porque no hay ni huevos ni sartén, no sabe hacer volteretas, se le ha acabado el gel y, encima, llega tarde a trabajar. Para variar. Y es que el lado de la pared de su cama lleva vacía más de un mes y piensa: “Y yo con estas tonterías”.
Le pincha el corazón, pero ya lo pensará luego, que de momento lo más importante es escoger la corbata adecuada y tomarse el zumito de naranja que tan bien le viene para la resaca (de la cual últimamente abusa más de lo aconsejable).
De camino al metro se encuentra con una morena de ojos color mar y cara de niña que se queda mirando sus manos, que sujetan un cigarro ya demasiado apurado.
-“Si es que soy más tonto….”-, piensa mientras saca el metrobús de la cartera. Y no la reconoce.
La línea 10 del metro últimamente funciona mucho mejor que de costumbre. Por eso probablemente aún no le hayan puesto de patitas en la calle, porque si dependiera de la confianza que deposita en su despertador estaría en casa viendo a Ana Rosa, Concha o cualquier otra señora en sus cuarenta, de buen ver pero un tanto insulsa.
Aunque, pensándolo bien, a lo mejor no le vendría tan mal. Y en ese momento decide que si algún día tuviera que hacerlo, vería la televisión sin sonido, porque escuchar gilipolleces como que el condón es malo (muy malo), o injusticias como que hay un monstruo en algún lugar de Austria (solo el reflejo de los miles de millones que hay sueltos por el mundo) y que las guerras son buenas si los medios lo justifican, casi mejor solo admirar a la mujerona de buen ver y que digan lo que quieran. Que para informarse hay otros medios mucho más eficaces. Las opiniones, que se las guarden.
La recepcionista es una chica joven, de cara ácida, de cara de sueño, como casi todos en esa maldita mole gris. Lucas intenta asociarlo a que ha sido madre hace un par de meses, pero eso ya le pasaba antes. Cree que es un problema de sus mundos interiores, que están podridos. Incluso puede que huelan igual que la basura de una semana acumulada en la cocina. Pero en vez de decirte “venga mujer, sonríe un poco que ha salido el sol y ya sabes, la primavera…”, le dirige una políticamente correcta sonrisa acompañada de un pequeño movimiento de mano, esa que la chica de los ojos color mar había observado con detenimiento. Todo el detenimiento posible a las 8 de la mañana de camino a la universidad después de una noche intensa en casa de Nico, el de los rizos dorados que nunca ha sabido follar pero que besa como nadie. Aunque Lucas no descubriría todo eso hasta dentro de unas horas cuando la chica reuniera el valor suficiente para desenterrar su teléfono del post it que dormitaba en su carpeta y decirle tajantemente que quería pintar sus manos y no aceptaría un no por respuesta. Pero sólo sus manos.
De momento Lucas se centra en su excusa. Creía que las había utilizado absolutamente todas y su jefe está, literalmente, hasta los cojones. Pero necesitan al hombre de la corbata siempre perfecta, no se sabe muy bien por qué, y Lucas no llega a comprenderlo. Como tampoco comprende lo de su cama.
Efectivamente, su jefe tiene la misma cara ácida que la recepcionista, pero a él sí que se tiene que enfrentar y no le vale con una simple sonrisa falsa. Eso no le impide fantasear con ser Edward Norton en “El Club de la Lucha”, pero en vez de autolesionarse se imagina dando una paliza de campeonato a Paul, porque “con ese nombre, como no iba a ser un auténtico cabrón”.
Aguanta el chaparrón durante 15 minutos, se levanta y se bebe de un trago el café solo ardiendo que luego le dejaría la lengua como una lija, pero le da bastante igual. Si ella aún estuviera en casa sería otra cosa. Probablemente no llegaría tarde, no le importarían las sonrisas falsas y tendría el lado de la pared de la cama ocupado cuando diera un salto mortal para salir de la cama dejando las ganas y las legañas en la almohada.
Entonces ella se coló en medio de sus pensamientos, como siempre, andando por su cabeza como cuando andaba por la casa silenciosamente; o como cuando se sentaba en el taburete de la cocina con los pies desnudos mientras bebía una copa de vino.
Y ocho horas delante del ordenador.
De las cuales sólo tres han sido aprovechadas en condiciones. Porque en la número dos:
- ¿Sí, dígame?
- Ehh, hola, ¿Lucas?
- Si, soy yo, ¿Quién es?
- Mira te lo voy a decir todo del tirón porque si no, no me voy a atrever. El caso es que tengo tu número por una historia muy larga que ya te contaré, eso en caso de que quieras quedar conmigo claro pero la cosa es que…
- No entiendo nada, ¿Quién eres?
- Que ya te lo explicaré. Te espero esta noche en el Manuela a las nueve, quiero pintar tus manos y de momento no te puedo decir más. Así que allí estaré esperándote, no acepto un no.
Y colgó.
No acepto un no. Esa frase retenida en esa voz le resultó muy familiar.
Lucas llegó a las nueve y cinco. Notó como unos ojos color mar se clavaron en su mirada de desconcierto. Era Sofía. La de la cara de niña. Se preguntó qué estaría haciendo aquí.