lunes, 8 de junio de 2009

Experimentando II

Lucas se preguntó qué estaría haciendo Sofía aquí y cómo era posible el no haber reconocido su voz por teléfono, ni su mirada en la puerta del metro, ni sus ojos al primer golpe de vista en el “Manuela”. Tampoco se explicaba por qué tanto misterio. Por qué no había dicho directamente que era ella y que quería quedar con él. Probablemente no hubiera tenido tanta gracia y ella no habría estallado en carcajadas al ver su cara de asombro.

Siempre había hablado de ella como la persona más importante que había pasado por su vida, pero “no así, en plan blandito, que no todo es amor…”. Siempre la había definido como Mejor Amiga (siempre con Mayúsculas). Título que ostentaba hacía años y se había ganado a pulso ya que menudo elemento era Lucas. Hecho que parecía haber olvidado desde que Clara se coló por la puerta de su vida, y con ella los celos, las peleas, la pasión. Y esa sensación de descontrol que aún le invadía cada mañana cuando dejaba las legañas en la almohada y se iba dando tumbos en lugar de saltos mortales a la ducha.
Y, sobre todo, había olvidado el título de Sofía por una razón que no recuerda. Le pica la curiosidad pero una parte de su razón le aconseja no removerlo. ¿Se puede olvidar algo así? Tratándose de Lucas debe ser normal.



Inevitablemente, llegó el momento en el que nuestro hombre de las corbatas perfectas perdió la cuenta de las cervezas y los huesos de aceituna que pasaron por su boca. Desde hacía un buen rato se había teletransportado al pasado, un pasado que reposaba en la parte trasera de su cerebro y que creyó olvidado hasta que unos ojos lo trajeron de vuelta.
Recordó los aviones, los trenes, Roma, Venecia y Florencia. Recordó un idioma casi olvidado pero que no costó sacar de dentro, porque lo llevaba bien escondido. Más que nada por retarse a sí mismo, porque Sofía había aprendido español a la perfección en su estancia en Madrid que ya sumaba cuatro años. No había ninguna necesidad de chapurrear.
Hablaron y se rieron de sí mismos, de los otros, de los que no conocían. Compartieron confidencias que no habían contado a nadie en estos siete años y se miraron a los ojos con esa confianza que ni los años, ni los otros, ni los que no conocían ni las dudas lograron romper.

Sofía le miraba con los ojos bien abiertos. Su melena despeinada captaba su atención y él sabía que ella le reconocía las sonrisas de medio lado, los movimientos de las manos y los silencios. Entonces Lucas pronunció la frase que hizo que la mujer niña que tenía delante no le viera nunca más como el amigo-confidente compañero de batallas que siempre había sido, si no como lo que llegaría a ser...

-“Yo estoy sólo Sofía, sólo. Rodeado de gente y aún así vivo en soledad y me da miedo tanta gente y tanta soledad todo junto, me parece imposible. Clara era sólo una excusa y se sigue colando en mi mente la muy perra, no hay manera de sacarla, pero sé que estoy sólo…”-.

No tuvo más remedio que pasarle el dedo por la mejilla para secar una tenue lágrima que el hombre que se sentía todoterreno había dejado escapar sin darse cuenta. Es como cuando lloras de la risa, que no lo puedes evitar. Hay veces que las lágrimas se escapan porque han subido desde el nudo de la garganta hasta los ojos a la velocidad del rayo sin que te haya dado tiempo a contenerla, controlarla y, mucho menos, pensarla. Aunque tú no te sientes culpable porque al menos lo has intentado.

Y ella, que sabía cómo lidiar con esto y mucho más, cambió de tema después de pedir al camarero otro par de cañas. Porque aprendió a disfrazarse en cada momento y a utilizar el lenguaje adecuado para hacerle sentir bien. Y eso es como montar en bicicleta.

- “Venga tío, déjate de mariconadas que los dos sabemos como eres” – le dijo con tal tono fanfarrón que no podría ser descrito – “lo que tú necesitas es esta otra caña que te va a sentar genial y venirte la semana que viene a salvarme el culo de un proyecto de la universidad. No he visto nunca unas manos como las tuyas, aunque eso ya lo sabes”.

Sonrisa de medio lado. Bien. Esto funciona. Sofía está haciendo un gran trabajo.

- “Pero me vas a tener que pagar una pasta que mis manos valen millones”- dijo entre risas Lucas.

- “Sí, claro, no te lo crees ni tú. Anda, fantasma, tu hazme el favor y yo te invito a cenar, ¿Qué te parece?, además, puedo presentarte a un montón de gente, y chicas muy monas, a ver si me dejas ya de hablar de la Clara esta que me tienes…”- En momentos como éste nunca le falló un guiño y un pequeño codazo. Y ésta vez no iba a ser menos.

Y aceptó, una vez más entre risas, aunque no tenía muy claro para qué iba a servir ese proyecto, si era una excusa o una simple manera de retomar el contacto.



Lucas se dejó llevar de una manera que ya no recordaba. San Vicente Ferrer y la plaza del Dos de Mayo fueron testigos de una de las muchas parejas que se esconden en la noche para robarse algunos besos para que la espera de llegar a casa no se te eternice. Lo que los mirones de las terracitas no sabían era que estaba significando una primera y única vez para los dos.

Ella no se acordó de Nico. Y él no se acordó de Clara en lo que quedaba de noche. Ni de aquello que les hizo olvidar su título de Mejores Amigos con Mayúsculas. No lo necesitaban.

4 comentarios:

  1. No son horas para casi nada, mucho menos para hacer un comentario crítico-literario de tu relato. Pero sé que tampoco quieres eso.
    Me ha gustado, me gusta la descripción de esa complicidad que a pesar de los años nunca se pierde, de esa complicidad que a veces es más que eso, aunque no siempre seamos capaz de darnos cuenta. De esa manera que tienen algunas personas de cortar hemorragias, sin que nos demos cuenta, con un guiño, un codazo y una caña. Y me gusta San Vicente Ferrer, el Dos de Mayo, y las parejas que hacen tiempo en cada baldosa.

    ResponderEliminar
  2. Por cierto, ha pasado una semana, ¿no?

    ResponderEliminar
  3. aquí están de nuevo!!!
    :)

    (lo otro te lo digo in person)
    mua

    ResponderEliminar